¡TRAGEDIA en el escenario!

Los pasados seis años de mi vida los he dedicado a hacer teatro semi-profesional. Un término muy vago que uso por cariño, pero supongo que en los ojos de alguien más experimentado sería “amateur”.

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Amateur? I. THINK. NOT!

En esos seis años he participado en alrededor de 25 producciones escénicas. Y, sin miedo a ser un poco arrogante, me he hecho relativamente bueno (Con respecto a mi entorno, al menos).

Pero hoy no estoy aquí para contarles que buen primer actor/cantautor/prima-bailarina/topmodel/cinta-negra/sous-chef soy. Hoy les voy a contar de la PEOR tragedia que me ha sucedido en un escenario.

Para esto, vamos a viajar en el tiempo a los noventas. La década del grunge, America Online, Jurassic Park, Nickelodeon, O.J. Simpson y Seinfeld. La década a donde toda la nostalgia millennial está enfocada.

El año no lo tengo muy claro, pero iba en kinder así que digamos que era 1996. ‘El Jorobado de Noche Damme’ estaba en tu cine más cercano y el hoyo de la capa de ozono estaba en pleno apogeo.

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De este color eran todas las casas en los 90’s

En ese año, como dije, estaba en kinder. En un kinder de gobierno. Y no porque careciera de poder adquisitivo, pero en mi familia siempre hemos creído en el sistema educativo nacional… O bueno, solo en 1996. APARTE el kinder ni cuenta así que no estén mamando con sus pinches kinder de 30mil pesos al mes donde te regresan a tu niño de 5 vegano, pansexual, hablando farsi y con ansiedad respecto al futuro político mundial.

El caso es que era 1996, estaba en kinder y era el maldito “Festival de la Primavera”.

Ese año mi institución educativa decidió echar la casa por la ventana y hacer el festival en pinches grande. Nada de hacer circulitos pedorros en el patio de la escuela. Ni madres. Ni que fuéramos el kinder Venustiano Carranza. Nosotros éramos el kinder 20 DE NOVIEMBRE Y ALV TODOS LOS DEMÁS KINDERS —de gobierno— INFERIORES A NOSOTROS. Nosotros teníamos el presupuesto (o a algún funcionario de la SEP extorsionado) para hacer nuestro festival en EL TEATRO CUAUHTÉMOC.

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El Teatro Cuauhtémoc en todo su esplendor.

Si siempre has sido de alcurnia y alta sociedad, seguramente no conoces el teatro Cuauhtémoc. Y no por desprestigiar este inmueble cultural del IMSS, sino que se encuentra en la zona de Naucalpan más marginada y olvidada por dios y todos los afortunados que ganen más de 10mil pesos al mes. En otras palabras: Una zona cero nice.

Pero eso no importaba porque tenía 5 años y a esa edad solo se juzga a la gente por el triciclo que tengas (Yo tenía el Triciclo Apache de los Caballeros del Zodiaco. Así que háganse pa’llá, prole).

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Un Triciclo Apache

Supongo que mi miss detectó mis habilidades… más bien, virtudes histriónicas a esa temprana edad, porque me dio el imperativo papel de “Abejita #7”.

Mi vestuario consistía en una especie de poncho de fomi con los colores de abeja, una diadema con antenas, una playera de manga larga negra abajo, tenis negros y mallones negros porque, incluso para ser 1996, el kinder 20 DE NOVIEMBRE nunca se dejó llevar por la heteronormatividad de la sociedad mexicana de esa década.

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Bzz-bzz, madafaka!

Los ensayos se realizaron con fluidez. Yo era un talento nato. Nací para ser Abejita #7. Y con el resto de las 29 abejas más, tenía un papel vital en el Festival de la Primavera: Entrar de la mano, hacer un círculo y dar vueltas.

Entra, Mario.

Mario era un niño más en el kinder 20 DE NOVIEMBRE. Pero lo que lo hacía diferenciarse —al menos para mí— era que él también era de una familia pudiente que creía en el sistema educativo nacional. Solo que el tenía una bicicleta Benotto. El muy puto ya andaba a dos ruedas.

Y por si eso fuera poco, a Mario le habían dado el papel del Sacerdote. Todos los chicos queríamos ser Sacerdote. Incluso se rumoraba que Pepe tiraba todos sus nuggets al escusado sólo para verse más esbelto y tener más posibilidades de conseguir ese papel.

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El Sacerdote era el que casaba a los novios. Había una escena de boda… Era un Festival de la Primavera muy alternativo. Básicamente, se paraba enfrente de los novios (Hombre-mujer. No éramos TAAAAN progresistas) y cuando empezaba El Ratón Vaquero, Tiempo de Vals o algo así tenía que correr dándole vueltas a la pareja. Era el papel que todo chico deseaba.

En fin, maldito Mario tenía ese protagónico y pues así es de cruel esta maldita vida fatal.

El día llegó y todos estábamos tras bambalinas con nuestras mamás. Yo me arreglaba, me estiraba y hacía ejercicios vocales como el maldito profesional que era desde los 5-6 años. En eso, la miss irrumpió mi trance.

“Betito, Mario se enfermó y no va a poder ser el Sacerdote. ¿Crees que podrías hacer también al Sacerdote?”

Yo: “¡Claro! Me sé a la perfección todos sus trazos.” (Nací con un léxico avanzado)

Mi mamá: “¿Estás seguro, Alberto?”

Yo:

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El plan era sencillo. Después de salir de el MUCHO MÁS inferior papel de Abejita #7 iba a voltear mi poncho de abeja (del otro lado era blanco) y saldría de Sacerdote para el siguiente número. Ni en Broadway se ve tanto ingenio y tecnología en vestuarios.

El teatro estaba lleno de mamás y abuelitas. El show empezó y todo lo que se oía era una mezcla entre música del Festival de la Primavera y todas las cámaras desechables Canon siendo dadas cuerda.

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Antes de las iPads-que-tapan-al-de-atrás, las mamás usaban esto.

El ejercito de abejitas salió a escena e hicimos nuestra rutina a la perfección. O al menos yo, porque un par de mis paisanos abejita se distrajeron al ver a sus mamás en el público y empezaron a llorar para que los bajaran. PFFFTT, malditos amateurs. Yo terminé mi rutina con mucha confianza porque ya no era solamente Abejita #7, ya era Sacerdote también. ¡HÁGANSE A UN LADO MALDITO ENSAMBLE!

El número de las abejas terminó con un estruendo de aplausos, lágrimas de mamás y del par de abejitas poco profesionales. Ahora sí venía lo bueno. Mi momento de triunfo.

Entre las abejitas y la boda había otro número, así que tuve un poco de tiempo para repasar mis trazos y entrar en personaje. El resto de mis compañeros abeja me lanzaban miradas furtivas llenas de envidia. Pero no me importaba, yo era el maldito Sacerdote. Yo era Belinda y ellos eran Daniela Lujan. Y antes de poder regodearme más con su odio, el número intermedio terminó, era mi turno.

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Salí a escena y me coloqué en mi luz. Todo era perfecto. Era la boda más bonita a la que había asistido hasta ese punto de mi vida. Todos estaban ya en su lugar. Yo esperaba el cambio de música para empezar mi performance triunfal. Para serles sincero, me sentía un poco nervioso, pero confiaba en mis virtudes — no, regalos divinos — histriónicos.

El cambio de música llegó y como alma que lleva el diablo empecé a correr y dar vueltas alrededor de los novios. Era perfecto, todo el teatro aplaudía al ritmo de alguna canción de Cri-Cri. Yo me encontraba en una especie de nirvana teatral. Nada me podía hacer daño. YO ERA LA MALDITA ABEJA REINA. YO ERA EL MALDITO CISNE NEGRO.

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Pero en la tercer vuelta, algo pasó mal.

El destino decidió en ese momento específico que estaba llegando demasiado lejos. Estaba retando a las artes y a la naturaleza humana. Y como Dios lo hizo con la torre de Babel, el destino decidió ponerme un alto. Como Ícaro, volé muy cerca del sol.

Una brisa sobrenatural apareció de la nada y movió el velo de la novia. Yo, mientras daba un paso, pude ver en cámara lenta como el velo volaba justo debajo de mi pie. No pude hacer nada. Era como intentar detener un tsunami o la deriva continental…

Mi pié pisó el velo y resbalé.

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Todo lo que has leído hasta aquí puede que esté lleno de hipérboles y hechos imprecisos. Pero lo que sucedió a continuación quedó marcado en mi pequeño cerebro de 5 años como una cicatriz que no me dejará nunca olvidar cada detalle.

Resbalé con el velo y caí sobre una rodilla en el piso y la música quedó opacáda por el enorme grito ahogado que soltaron todas las mamás y abuelitas del teatro. Sentí como si la música y el tiempo se hubiera detenido. Miré con ojos desorbitados al público y todos tenían una cara de terror. Ese sonido y esa imagen se quedarán conmigo hasta el día de mi muerte. Había traicionado a Shakespeare. A Voltaire. A Stanislavski. A todas y cada una de las personas que alguna vez pisaron un escenario.

Después de un segundo que duró una hora, me levanté y seguí la rutina sin ninguna otra falta. Pero el daño ya estaba hecho.

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Me encantaría contar todo lo que pasó acabando el número o acabando el Festival de la Primavera. Pero no recuerdo nada. Supongo que mi pequeña mente decidió suprimir todo recuerdo después de ese evento que marcó mi corta existencia.

Ese verano me cambié de escuela para no tener que seguir mostrando mi cara de derrota cada día enfrente de mis compañeros. En frente de Mario. Y enfrente de mi miss que confió a ciegas en mí y a la que le fallé.

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Tenía 5 años y me tardé 14 en volver a siquiera intentar subir a un escenario. A lo largo de ese tiempo me llamaba la atención, pero las inseguridades que nacieron a partir de ese día siempre me detuvieron.

 

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No se crean. No quedé traumado. Creo.

Y, ¿quién lo hubiera dicho? 14 años después de ese fatídico día, a los 19 años, me subí a ese mismo escenario en el Teatro Cuauhtemoc para presentar Chicago.

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… Di 6 funciones sin error alguno de mi parte.

En estos 6 años, donde he dado un centenar de funciones en decenas de proyectos, me he equivocado o caído un par de veces. Siempre que me pasa me acuerdo del Festival de la Primavera y de ese puto velo de novia, y me río.

 

Gracias por leer.

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