Por qué hay que ser bueno en los deportes…

Ya que en sus años mozos mi papá fue un gran deportista, siempre quiso que su hijo lo fuera también y arbitrariamente me inscribió en todas las actividades sabatinas que mis escuelas ofrecían. Así que cada principio de año en la primaria era un nuevo deporte, y cada fin de año un recuento de las tantas vergüenzas que pasé y decepciones hacia mi padre.

En tercero de primaria tocó baseball y por alguna razón que no recuerdo me inscribieron tarde, así que todos ya tenían sus uniformes menos yo. Mi papá, mil veces más emocionado que yo, me compró una manopla nueva y unas bolas; y nos pusimos a practicar en el jardín, alistándonos para mi gran debut del sábado. Ahh, la calma antes de la tormenta.

El sábado llegó y yo no me sentía ni un poco preparado. Que fuera el único sin uniforme en todo el equipo y que fueran las 8 pinches de la mañana le sumaban rayas a la crisis emocional que cargaba. En mi vida había jugado ese deporte y mi moral estaba bastante baja. Para rematar, el equipo contrario eran los de cuarto; los grandes y fuertes niños de cuarto.

En fin, mi papá compro chicharrones, se sentó en las gradas y arrojó a su primogénito a los leones.

El partido empezó y el entrenador, notando mi mórbido semblante, me puso en las jardineras derechas. Donde NUNCA caen las bolas, aparentemente. Ahí estaba yo, pendejeando como siempre, y ni siquiera me di cuenta que faltaba solo un out más para que ganáramos el partido (O, más bien, que el equipo al que ambiguamente pertenecía ganara). En eso, un bateador obeso y con un precoz bigote pasó al home y le dio a la bola como si fuera la entrepierna de su abusivo padre. Vi como la bola se elevó por los aires y con dirección hacia mi. Cerré los ojos, estiré el brazo izquierdo y recé por lo mejor. Sentí un golpe en la mano.

Cuando abrí los ojos vi la bola en mi manopla y a todos mis compañeros del equipo correr hacia mi. Todos me abrazaron, felicitaron y gritaron “BE-TO! BE-TO!” porque gracias a mi, habíamos ganado el partido. Y en mi primer partido, muy a la Philosopher’s Stone. Mi papá se había levantado tan rápido de las gradas que sus chicharrones estaban por todo el suelo, y aplaudía como nunca. Me sentía en la cima del mundo, estaba viviendo en una película mal-doblada del Canal 5. Por fin había encontrado un deporte en el que era excelente….

 

 

…. Lamentablemente mis delirios de grandeza me traicionaron. Mis compañeros del equipo rápidamente olvidaron ese partido en el que yo había sido la estrella. Cuando, el sábado siguiente, no atrapé una bola y por mi culpa entró un home run del equipo contrario. Nunca más en todo el ciclo escolar atrapé una bola, y MUCHO menos bateé una.

Después de un par de meses mi papá optó por dejarme en la entrada del campo y pasaba a recogerme después del partido.